Hoy me remito
Hoy me remito a un texto de Patxi Irurzun que leí gracias a Sergio, y Sergio lo encontró gracias a mí y lo publicó en su blog. Yo también lo voy a publicar porque me he acordado de ese cuento hace poco. Me parece un relato extraordinario y yo también me he sentido identificado con ese bloqueo. Os dejo con el cuento:
BLOQUEO
Llevaba cuatro días tumbado panza arriba en mi cama y el techo, después de ese tiempo, ya no era amarillo salpicado con cagarrutas de mosca y chorretones de pintura, sino a veces una nube de color indefinido, gris o blanca, o gris blanquecina, y otras veces como una balsa de aceite apedreada, con sus ondas doradas y espesas que se extendían hasta desaparecer... En realidad me importaba un huevo de qué color fuera el techo. Sobre la cama, alrededor de mi cuerpo, había folios arrugados y otros llenos de tachones y un par de libros de cuentos de Bukowski, el mejor escritor del mundo (Bukowski también se había quedado bloqueado una vez, diez años nada menos; yo, sin embargo, no podía esperar tanto, pues lo único que tenía importancia para mí en este jodido mundo era escribir). Sobre la mesilla un cenicero lleno de colillas, unos cuantos huesos de melocotón tan resecos como mi cerebro y el mando a distancia del compact-disc. Cada vez que el disco de AC/DC se acababa apretaba un botón y la música volvía a sonar a todo volumen. Hasta hace cuatro días AC/DC era uno de mis grupos preferidos; ahora (es decir, entonces) los odiaba, pero no me apetecía levantarme a cambiar el disco y aquella mierda de mando a distancia no podía hacerlo por mí.
Hacía calor. El sol de julio se colaba a través de la ventana de mi habitación y escarbaba en mi piel en busca de pozos de sudor, pozos que no se secaban nunca: me sudaba la frente, me sudaban las axilas, me sudaba la espalda y me la sudaba sudar. Las sábanas estaban empapadas, sucias y olían, toda la habitación olía: a sobaco, a pies, a lefa seca, a pedos de estómago triste, a humo... Daba igual; me importaba un huevo aquel olor a cebolla quemada; me importaba un huevo julio, los punteos de Angus Young y hasta el borracho de Bukowski. Lo único que me importaba era escribir algo y no se me ocurría nada. Cualquier escritor sabe que, cuando eso pasa, lo único que se puede hacer es esperar. Yo llevaba esperando cuatro días y no encontraba otra manera de hacerlo que mirando el techo. Quizás Bukowski se habría emborrachado de güisqui en un bar de mala muerte, o les habría enchufado sus veinticinco centímetros a unos cuantos culos enormes y rosados. Yo me ponía pedo de aceite y follaba con la inspiración sin que ninguno de los dos llegáramos a corrernos.
- Tienes que salir - me repetía. - Después de todo sólo tienes veinte años y no sabes demasiado de la vida -. Pero seguía tumbado panza arriba. Lo poco que sabía de la vida era suficiente para entender que tarde o temprano soltaba una patada en los cojones, o dos, o tres, o mil, y que entonces, una de dos: o te levantabas enrabietado y le hacías frente, o te quedabas retorciéndote en el suelo hasta que el dolor desaparecía; y lo primero sólo sucedía en las películas y en las solapas de las novelas, donde las biografías de los escritores hablaban de trabajos miserables y fracasos estrepitosos que precedían a la fama (yo no tenía ni idea de cómo iba a ser escritor, si nunca había trabajado ni me había pasado ninguna de esas cosas extraordinarias que les pasaban a los escritores - "licenciado en filología, su novia le dejó por otro": así no iba a vender ni un puñetero libro -. Lo poco que sabía de la vida era suficiente para entender que, aunque ahora estaba tan resabiado con ella como para que me resultara indiferente, tarde o temprano la muy puta me volvería a hacer llorar. De momento, sin embargo, mis lágrimas se habían secado y la vida, para mí, era como me apetecía dictársela a mi pluma. La otra, la de verdad, simplemente pasaba sin hacerme sentir nada. Ahora yo era Dios y, la verdad, me comportaba tan bastardamente como Él, porque las historias de mis criaturas transpiraban tristeza, dolor, odio, repugnancia, crueldad... (Después de todo yo no tenía la culpa de tener dos ojos en la cara ni de leer todos los días el periódico). Quizás eso fuera la vida, Dios escribiendo cuentos acerca de lo que veía a su alrededor, ahí arriba en el cielo, o en el infierno, o donde quiera que estuviese. Si efectivamente consistía en eso, Él no tenía la culpa, pero nosotros íbamos jodidos. Si sus cuentos eran únicamente una distracción, Dios se merecía una buena paliza.
- Tienes que salir - me repetía. Y pensaba en las piscinas con las chicas dejando que el sol de julio las sodomizase o lamiese sus pezones con su lengua de fuego, pero seguía tumbado porque todo aquello era sólo carne, carne sin ojos, carne sin cerebro, carne sin nombre con la que me iba a ser imposible escribir un cuento. Carne con la que, de todos modos, descargué mi juventud caliente sobre el estómago. Fue algo exclusivamente orgánico, como ir a mear, algo triste, porque me resultó imposible pensar en nadie. Fue como palpar mi vacío entre las manos y sentirlas llenas.
Seguí tumbado panza arriba. Me importaba un huevo todo. En las piscinas las chicas desnudaban sus cuerpos en lugar de sus entrañas, en las calles había manifestaciones de todo tipo (el etarra fue asesinado por la guardia civil pero ojalá hubiese sido al revés, el etarra tenía un tiro en la sien pero es que se suicidó, el etarra es un muerto como los demás y "estamos por la paz" pero en el fondo no nos da pena, y en fin, uno menos) pero nadie se manifestaba contra Dios por haber escrito un cuento tan miserable y tan sangriento, tan lleno de odio. Incluso Induráin había ganado el Tour de Francia y le esperaba un recibimiento multitudinario. Yo seguía tumbado mirando el techo. Me importaba un huevo hasta el mismísimo Induráin. Lo único que quería era escribir un cuento hermoso y que lo leyera todo el mundo, mis vecinos, el cartero, el chófer del autobús, mis amigos, mis enemigos, todos los que me habían despreciado alguna vez o se habían pensado que yo era subnormal, que lo leyeran las tías buenas que me cruzaba por las calles y que al verme se dieran codazos, me señalaran a hurtadillas, susurraran "mira ése, el que ha escrito ese cuento tan bonito" y se quedaran boquiabiertas, pues encontraban mi alma tan atractiva como el cuerpo de Miguel Bosé, que lo leyera la chica del telediario, y Angus Young, incluso Induráin, que lo leyera hasta Bukowski, el mejor escritor del mundo y que dijera: "no es tan bueno como yo, pero el hijoputa escribe bien". Eso era lo único que quería y no podía hacer otra cosa que esperar tumbado. Además salir no me iba a aportar nada, pues en realidad la vida de un escritor es un bloc de notas, una prostituta pagada con tinta. Si salía y conseguía ligarme a una chica pensaría mientras la besaba: "su lengua era un helado de fresa dentro de un vaso de cerveza con posos de ceniza", si me peleaba con alguien intentaría grabar en mi memoria lo que me gritaban sus ojos "inyectados en sangre"... Recordaba una vez que se me desgarró el frenillo haciendo el amor con una chica. Veía borbotonear la sangre allá abajo y lo único que se me ocurría era "tío, aquí hay un cuento alucinante". La vida de un escritor es llorar o alegrarse por una puta de trescientos duros, pero esta vez yo quería algo mejor, la Virgen María duchándose en la balsa de aceite del techo de mi habitación, mi corazón reventándose granos de pus, los pensamientos bellos de un dictador o Bambi chutándose heroína, así que no pensaba levantarme de la cama hasta que se me ocurriera algo.
Se abrió la puerta de mi habitación. Era mi madre.
- Te llaman por teléfono - dijo. Y sonrió. Ella creía que yo no salía porque estaba colgado y se alegraba por mí. Me entraron ganas de pegarle un grito y, a la vez, de comérmela a besos.
- ¿Quién es? - dije mientras me incorporaba.
- Mikel, tu amigo.
Salí de la habitación y me arrastré desganado hacia el teléfono.
- ¿Qué tripa se te ha roto? - pregunté.
- ¿Te apetece salir a dar una vuelta?
- No.
- Vale, entonces a las ocho donde siempre.
- Bien. - Colgué. Y me quedé con el teléfono en la mano preguntándome a ver de qué coño iba yo, pero como tampoco me importaba demasiado, en apenas unos segundos estaba pensando en lo mucho que me fastidiaba tener que afeitarme la barba de cuatro días. De todos modos lo hice, y también me duché, e incluso me vestí como yo creía que estaba mejor. Era como rellenar una quiniela, porque yo sabía que cuando salía con Mikel el asunto eran tías, tías y tías, y a mí ya lo único que me importaba era la chica de mis sueños, una chica inteligente, llena de vitalidad, algo imprevisible, que una noche dijera "qué te parece si hoy nos emborrachamos en París" y al día siguiente "podíamos pasar el verano en Sudamérica, o en un campamento con niños disminuidos", una chica guapa por fuera y por dentro, sin maquillaje en sus armarios, una chica con sentido del humor, o por lo menos que entendiera mi sentido del humor, y que llorara si me veía llorar; ella escribiría cuentos en una esquina de la habitación y yo en la otra, y, aunque yo estaba seguro de que escribía mejor que ella y ella de que escribía mejor que yo, a los dos nos gustaban los cuentos del otro, y además nos los publicaban a ambos, y cuando fuimos a recoger el premio Nobel íbamos vestidos con nuestras chupas vaqueras... O sea, una quiniela de catorce (aunque podía ser también de trece, ella podía tener el culo un poquito más gordo de lo normal, y hasta de doce, ella no era escritora sino actriz, o reportera de guerra, o animadora sociocultural en una residencia de ancianos...) Lo que estaba claro era que si no rellenaba la quiniela nunca me podría tocar, así que me puse la ropa con la que creía que estaba mejor. De todos modos hubiese preferido seguir tumbado mirando el techo, porque las tías, en realidad, también me importaban un huevo. Nunca me había tocado una de catorce y no tenía esperanza alguna de que me tocara en el futuro. No sabía por qué había quedado con Mikel. Yo era gilipollas. No sabía ni lo que quería pero me daba igual.
Fuimos a un bar de niñas pijas. "Las niñas pijas son estúpidas pero están más buenas" dijo Mikel, y aunque, por desgracia, tenía razón, para mí aquello era como buscar una perla entre los vómitos de un borracho.
El bar tenía altavoces por todos los lados, y éstos escupían una música que era como si alguien le diese patadas a una persiana metálica mientras un robot afónico eructaba, así que de este modo resultaba imposible mantener una conversación. Aquello se asemejaba a un centro para sordomudos o para epilépticos en celo, porque eso parecían todos esos pijos cuando bailaban. Mikel y yo pedimos unas cuantas cervezas y mientras las tomábamos nos pusimos a mirar a las chicas. Ellas nos ignoraban. No éramos guapos ni llevábamos zapatos marca la madre que los parió. ¡Pero qué se creían todas esas estúpidas! Otro gallo habría cantado si uno pudiese llevar marcado en la frente que tenía un librito de cuentos publicado y que un día de éstos iba a escribir el relato más hermoso de la literatura universal, aunque tampoco merecía la pena, porque seguro que todas aquellas cabezas de chorlito, cuando llegaban a su casa, jugaban una partida al comecocos en su ordenador en lugar de ponerse a leer un buen libro, y uno sólo les podía interesar porque suponían que era famoso y rico. En fin: por mí como si Snoopy se las follaba a todas. Me giré hacia la barra y empecé a pedir una cerveza detrás de otra. "Por lo menos me emborracharé", pensé, pero uno no puede emborracharse si derrama sus cervezas en una alcantarilla. Yo era el hombre vacío, el hombre lleno de mierda si os apetece más, pero no sentía lástima por mí.
Al final Mikel se dio también por vencido y nos fuimos a casa. Cuando llegué me encontré con la habitación ordenada y limpia. Mi madre era una santa. Me tumbé panza arriba en la cama y me puse a mirar el techo. No pensaba moverme hasta que se me ocurriera algo para mi cuento. Esta vez no. Estuve un par de horas así. El techo era otra vez una balsa de aceite apedreada. Decidí salpicarme otra vez el estómago con las brasas de mi juventud, pero no había nada capaz de levantarme el ánimo. Me hubiese gustado llorar pero no podía. Estaba tumbado sobre un lecho de chinchetas pero no sentía el dolor. Intenté dormirme. Quizás al día siguiente pudiera escribir lo vacío que me sentía y entonces la vida sería hermosa.
BLOQUEO
Llevaba cuatro días tumbado panza arriba en mi cama y el techo, después de ese tiempo, ya no era amarillo salpicado con cagarrutas de mosca y chorretones de pintura, sino a veces una nube de color indefinido, gris o blanca, o gris blanquecina, y otras veces como una balsa de aceite apedreada, con sus ondas doradas y espesas que se extendían hasta desaparecer... En realidad me importaba un huevo de qué color fuera el techo. Sobre la cama, alrededor de mi cuerpo, había folios arrugados y otros llenos de tachones y un par de libros de cuentos de Bukowski, el mejor escritor del mundo (Bukowski también se había quedado bloqueado una vez, diez años nada menos; yo, sin embargo, no podía esperar tanto, pues lo único que tenía importancia para mí en este jodido mundo era escribir). Sobre la mesilla un cenicero lleno de colillas, unos cuantos huesos de melocotón tan resecos como mi cerebro y el mando a distancia del compact-disc. Cada vez que el disco de AC/DC se acababa apretaba un botón y la música volvía a sonar a todo volumen. Hasta hace cuatro días AC/DC era uno de mis grupos preferidos; ahora (es decir, entonces) los odiaba, pero no me apetecía levantarme a cambiar el disco y aquella mierda de mando a distancia no podía hacerlo por mí.
Hacía calor. El sol de julio se colaba a través de la ventana de mi habitación y escarbaba en mi piel en busca de pozos de sudor, pozos que no se secaban nunca: me sudaba la frente, me sudaban las axilas, me sudaba la espalda y me la sudaba sudar. Las sábanas estaban empapadas, sucias y olían, toda la habitación olía: a sobaco, a pies, a lefa seca, a pedos de estómago triste, a humo... Daba igual; me importaba un huevo aquel olor a cebolla quemada; me importaba un huevo julio, los punteos de Angus Young y hasta el borracho de Bukowski. Lo único que me importaba era escribir algo y no se me ocurría nada. Cualquier escritor sabe que, cuando eso pasa, lo único que se puede hacer es esperar. Yo llevaba esperando cuatro días y no encontraba otra manera de hacerlo que mirando el techo. Quizás Bukowski se habría emborrachado de güisqui en un bar de mala muerte, o les habría enchufado sus veinticinco centímetros a unos cuantos culos enormes y rosados. Yo me ponía pedo de aceite y follaba con la inspiración sin que ninguno de los dos llegáramos a corrernos.
- Tienes que salir - me repetía. - Después de todo sólo tienes veinte años y no sabes demasiado de la vida -. Pero seguía tumbado panza arriba. Lo poco que sabía de la vida era suficiente para entender que tarde o temprano soltaba una patada en los cojones, o dos, o tres, o mil, y que entonces, una de dos: o te levantabas enrabietado y le hacías frente, o te quedabas retorciéndote en el suelo hasta que el dolor desaparecía; y lo primero sólo sucedía en las películas y en las solapas de las novelas, donde las biografías de los escritores hablaban de trabajos miserables y fracasos estrepitosos que precedían a la fama (yo no tenía ni idea de cómo iba a ser escritor, si nunca había trabajado ni me había pasado ninguna de esas cosas extraordinarias que les pasaban a los escritores - "licenciado en filología, su novia le dejó por otro": así no iba a vender ni un puñetero libro -. Lo poco que sabía de la vida era suficiente para entender que, aunque ahora estaba tan resabiado con ella como para que me resultara indiferente, tarde o temprano la muy puta me volvería a hacer llorar. De momento, sin embargo, mis lágrimas se habían secado y la vida, para mí, era como me apetecía dictársela a mi pluma. La otra, la de verdad, simplemente pasaba sin hacerme sentir nada. Ahora yo era Dios y, la verdad, me comportaba tan bastardamente como Él, porque las historias de mis criaturas transpiraban tristeza, dolor, odio, repugnancia, crueldad... (Después de todo yo no tenía la culpa de tener dos ojos en la cara ni de leer todos los días el periódico). Quizás eso fuera la vida, Dios escribiendo cuentos acerca de lo que veía a su alrededor, ahí arriba en el cielo, o en el infierno, o donde quiera que estuviese. Si efectivamente consistía en eso, Él no tenía la culpa, pero nosotros íbamos jodidos. Si sus cuentos eran únicamente una distracción, Dios se merecía una buena paliza.
- Tienes que salir - me repetía. Y pensaba en las piscinas con las chicas dejando que el sol de julio las sodomizase o lamiese sus pezones con su lengua de fuego, pero seguía tumbado porque todo aquello era sólo carne, carne sin ojos, carne sin cerebro, carne sin nombre con la que me iba a ser imposible escribir un cuento. Carne con la que, de todos modos, descargué mi juventud caliente sobre el estómago. Fue algo exclusivamente orgánico, como ir a mear, algo triste, porque me resultó imposible pensar en nadie. Fue como palpar mi vacío entre las manos y sentirlas llenas.
Seguí tumbado panza arriba. Me importaba un huevo todo. En las piscinas las chicas desnudaban sus cuerpos en lugar de sus entrañas, en las calles había manifestaciones de todo tipo (el etarra fue asesinado por la guardia civil pero ojalá hubiese sido al revés, el etarra tenía un tiro en la sien pero es que se suicidó, el etarra es un muerto como los demás y "estamos por la paz" pero en el fondo no nos da pena, y en fin, uno menos) pero nadie se manifestaba contra Dios por haber escrito un cuento tan miserable y tan sangriento, tan lleno de odio. Incluso Induráin había ganado el Tour de Francia y le esperaba un recibimiento multitudinario. Yo seguía tumbado mirando el techo. Me importaba un huevo hasta el mismísimo Induráin. Lo único que quería era escribir un cuento hermoso y que lo leyera todo el mundo, mis vecinos, el cartero, el chófer del autobús, mis amigos, mis enemigos, todos los que me habían despreciado alguna vez o se habían pensado que yo era subnormal, que lo leyeran las tías buenas que me cruzaba por las calles y que al verme se dieran codazos, me señalaran a hurtadillas, susurraran "mira ése, el que ha escrito ese cuento tan bonito" y se quedaran boquiabiertas, pues encontraban mi alma tan atractiva como el cuerpo de Miguel Bosé, que lo leyera la chica del telediario, y Angus Young, incluso Induráin, que lo leyera hasta Bukowski, el mejor escritor del mundo y que dijera: "no es tan bueno como yo, pero el hijoputa escribe bien". Eso era lo único que quería y no podía hacer otra cosa que esperar tumbado. Además salir no me iba a aportar nada, pues en realidad la vida de un escritor es un bloc de notas, una prostituta pagada con tinta. Si salía y conseguía ligarme a una chica pensaría mientras la besaba: "su lengua era un helado de fresa dentro de un vaso de cerveza con posos de ceniza", si me peleaba con alguien intentaría grabar en mi memoria lo que me gritaban sus ojos "inyectados en sangre"... Recordaba una vez que se me desgarró el frenillo haciendo el amor con una chica. Veía borbotonear la sangre allá abajo y lo único que se me ocurría era "tío, aquí hay un cuento alucinante". La vida de un escritor es llorar o alegrarse por una puta de trescientos duros, pero esta vez yo quería algo mejor, la Virgen María duchándose en la balsa de aceite del techo de mi habitación, mi corazón reventándose granos de pus, los pensamientos bellos de un dictador o Bambi chutándose heroína, así que no pensaba levantarme de la cama hasta que se me ocurriera algo.
Se abrió la puerta de mi habitación. Era mi madre.
- Te llaman por teléfono - dijo. Y sonrió. Ella creía que yo no salía porque estaba colgado y se alegraba por mí. Me entraron ganas de pegarle un grito y, a la vez, de comérmela a besos.
- ¿Quién es? - dije mientras me incorporaba.
- Mikel, tu amigo.
Salí de la habitación y me arrastré desganado hacia el teléfono.
- ¿Qué tripa se te ha roto? - pregunté.
- ¿Te apetece salir a dar una vuelta?
- No.
- Vale, entonces a las ocho donde siempre.
- Bien. - Colgué. Y me quedé con el teléfono en la mano preguntándome a ver de qué coño iba yo, pero como tampoco me importaba demasiado, en apenas unos segundos estaba pensando en lo mucho que me fastidiaba tener que afeitarme la barba de cuatro días. De todos modos lo hice, y también me duché, e incluso me vestí como yo creía que estaba mejor. Era como rellenar una quiniela, porque yo sabía que cuando salía con Mikel el asunto eran tías, tías y tías, y a mí ya lo único que me importaba era la chica de mis sueños, una chica inteligente, llena de vitalidad, algo imprevisible, que una noche dijera "qué te parece si hoy nos emborrachamos en París" y al día siguiente "podíamos pasar el verano en Sudamérica, o en un campamento con niños disminuidos", una chica guapa por fuera y por dentro, sin maquillaje en sus armarios, una chica con sentido del humor, o por lo menos que entendiera mi sentido del humor, y que llorara si me veía llorar; ella escribiría cuentos en una esquina de la habitación y yo en la otra, y, aunque yo estaba seguro de que escribía mejor que ella y ella de que escribía mejor que yo, a los dos nos gustaban los cuentos del otro, y además nos los publicaban a ambos, y cuando fuimos a recoger el premio Nobel íbamos vestidos con nuestras chupas vaqueras... O sea, una quiniela de catorce (aunque podía ser también de trece, ella podía tener el culo un poquito más gordo de lo normal, y hasta de doce, ella no era escritora sino actriz, o reportera de guerra, o animadora sociocultural en una residencia de ancianos...) Lo que estaba claro era que si no rellenaba la quiniela nunca me podría tocar, así que me puse la ropa con la que creía que estaba mejor. De todos modos hubiese preferido seguir tumbado mirando el techo, porque las tías, en realidad, también me importaban un huevo. Nunca me había tocado una de catorce y no tenía esperanza alguna de que me tocara en el futuro. No sabía por qué había quedado con Mikel. Yo era gilipollas. No sabía ni lo que quería pero me daba igual.
Fuimos a un bar de niñas pijas. "Las niñas pijas son estúpidas pero están más buenas" dijo Mikel, y aunque, por desgracia, tenía razón, para mí aquello era como buscar una perla entre los vómitos de un borracho.
El bar tenía altavoces por todos los lados, y éstos escupían una música que era como si alguien le diese patadas a una persiana metálica mientras un robot afónico eructaba, así que de este modo resultaba imposible mantener una conversación. Aquello se asemejaba a un centro para sordomudos o para epilépticos en celo, porque eso parecían todos esos pijos cuando bailaban. Mikel y yo pedimos unas cuantas cervezas y mientras las tomábamos nos pusimos a mirar a las chicas. Ellas nos ignoraban. No éramos guapos ni llevábamos zapatos marca la madre que los parió. ¡Pero qué se creían todas esas estúpidas! Otro gallo habría cantado si uno pudiese llevar marcado en la frente que tenía un librito de cuentos publicado y que un día de éstos iba a escribir el relato más hermoso de la literatura universal, aunque tampoco merecía la pena, porque seguro que todas aquellas cabezas de chorlito, cuando llegaban a su casa, jugaban una partida al comecocos en su ordenador en lugar de ponerse a leer un buen libro, y uno sólo les podía interesar porque suponían que era famoso y rico. En fin: por mí como si Snoopy se las follaba a todas. Me giré hacia la barra y empecé a pedir una cerveza detrás de otra. "Por lo menos me emborracharé", pensé, pero uno no puede emborracharse si derrama sus cervezas en una alcantarilla. Yo era el hombre vacío, el hombre lleno de mierda si os apetece más, pero no sentía lástima por mí.
Al final Mikel se dio también por vencido y nos fuimos a casa. Cuando llegué me encontré con la habitación ordenada y limpia. Mi madre era una santa. Me tumbé panza arriba en la cama y me puse a mirar el techo. No pensaba moverme hasta que se me ocurriera algo para mi cuento. Esta vez no. Estuve un par de horas así. El techo era otra vez una balsa de aceite apedreada. Decidí salpicarme otra vez el estómago con las brasas de mi juventud, pero no había nada capaz de levantarme el ánimo. Me hubiese gustado llorar pero no podía. Estaba tumbado sobre un lecho de chinchetas pero no sentía el dolor. Intenté dormirme. Quizás al día siguiente pudiera escribir lo vacío que me sentía y entonces la vida sería hermosa.
8 comentarios
Fenix -
Celia (La utentica) -
A la que escribe en mi nombre... Mi padre ha muerto, y hasta el último momento estuve 15 días en el hospital, dia y noche, sin posibilidad de internet, y ni ganas que tenía. Ayer fue el entierro y como comprenderas, no estaba para conectarme a internet e insultar a alguien, y mucho menos si le tengo el cariño que le tengo. Asi que déjame en paz de una vez, que no sé que carajo te he hecho. Si estás encabronada con el mundo, te recomiendo que leas y viajes, a ver si se te pasa la mala hostia, o si no, folla un poco más.
A Fredy decirle que tiene buen gusto para elegir historias, pero muchísimo más para escribirlas. ESpero verte pronto por el msn.
Un besazo, Fredy.
celia -
q te vaya bonito niño.
En Tierra Firme -
celia -
gracias por tu comentario niño, me pasaré por aquí de vez en cuando ;)
un abrazo!!!^^
Venus -
Maginifico... esto me hace pensar que no estamos solos, que no somos bichos raros, que lo son todos los demas. Estan locos, estan locos todos aquellos que no pueden ver la belleza de textos como estos, estan locos todos aquellos que pienses que alguien que puede sentirse asi es un bicho raro. Y una vez mas, este texto nos demuestra como dice Su, que el mundo gira sobre un eje podrido, Sobre un eje y sobre mentes añadiria yo.
Todos sentimos alguna vez ese BLOQUEO, esa falta de oxigeno que nos impide respirar como es escribir y solo unos unos cuantos lo entienden.
Un beso y un abrazo mas grande xiqui.
PD: Tu bloqueo tiene que ser muy grande para eclipsar tanto talento. Busca, busca, espera tumbado en la cama, o sal a emborracharte y follarte bonitas... hagas lo que hagas, el talento estara ahi, y el bloqueo de vez en cuando tambien... asi que... solo te queda esperar... NO hay nada imposible para quien sabe esperar.
Chaooooo!!
su -
Rosicky -
Estupendo y magnífico relato... Al igual que los tuyos... :)
Poco que decir ya que conozco este texto con el que me siento plenamente identificado. No estarás bloqueado tú¿?¿?¿ Padre de la imaginación.
Por cierto, he vuelto a escribir en mi blog.
Un abrazo muy fuerte amigo :)