Llegué a Madrid un poco más tarde de lo previsto. Salva, mi anfitrión, me llamó para decirme no podía venir a recogerme y me indicó qué línea de metro debía coger para llegar hasta su casa.
Salí de la estación y me dirigí al metro. Pregunté a una chica guapa (ya que tienes que preguntar a desconocidos hay que aprovechar para hacerlo con la que esté más buena de todas) dónde se encontraba la parada de metro más cercana. Ella me dijo que continuase recto por esa misma calle y enseguida la vería. Seguí por la avenida pero no veía la parada por ninguna parte, crucé de acera y tampoco. Le pregunté a otra mujer (esta no estaba buena) dónde estaba el metro. Ella me miró como si fuese gilipollas y me dijo: “lo tienes ahí delante”. Había pasado por delante y no me había enterado, podría incluso haberme caído por las escaleras mientras buscaba a lo lejos la parada.
Bajé con paso firme y seguro por la escalerilla mecánica. Compré un billete, metí el ticket en la puerta del metro, avancé por el torniquete de acceso con mi maleta y comprobé que mi maleta y yo no cabíamos por allí, pero me di cuenta demasiado tarde, ya me había quedado encallado entre los hierros. Miré a los lados para comprobar que nadie me estaba viendo protagonizar tan vergonzoso espectáculo. Pero un inmigrante que pasaba por allí se tomó esa mirada como una petición de ayuda y vino en mi rescate. Cuando vi que dirigía hacia mí hice más fuerza y me liberé, posiblemente lo único que querría era robarme la cartera.
Avancé por el túnel del metro. Me sentía incómodo. Odio esa horrible sensación de ver que todo el mundo sabe a dónde se dirige menos yo. Miré los letreros y vi el andén que se dirigía hacia la parada donde vivía mi amigo. Subí al metro y me senté.
Quedaba menos para llegar.
Salí del metro y nos saludamos. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Salva iba acompañado y me presentó a su amigo.
- Este es mi nuevo compañero de piso, se llama Alberto.
Le di la mano.
- Encantado –dije.
Caminamos desde la parada hasta su casa, aparentemente estaba cerca, pero todo el camino era cuesta arriba y yo iba con mi mochila y mi maleta a rastras desde hacía tiempo. No se ofreció nadie para llevarme aunque fuera un simple bulto.
Cuando llegamos al portal yo ya estaba casi muerto. Tantas subidas y encima cargado...
- Menos mal que ya hemos llegado. No podía más –dije.
- Pues vivo en un tercero sin ascensor –me dijo.
- ¡No me jodas!
Subimos las escaleras y por fin entramos en casa. Salva convivía con otros tres compañeros de piso italianos que estaban de Erasmus. Todos ellos estudiaban veterinaria. Nos presentaron. Se llamaban Elena, Eugenio y Verónica, estos dos últimos eran novios. Por lo visto Verónica volvía a Italia esa misma noche. Salva había colgado en el comedor una cartulina en la que ponía que la echaría mucho de menos y que la quería mucho. Ella cuando la vio se echó a llorar. Según me dijo era la mejor compañera de piso que había tenido desde que estaba viviendo en Madrid.
Alberto estaba allí para ver su nueva habitación. Le gustó bastante. Dijo que a partir de mañana comenzaría a traer sus trastos y ya se quedaría a dormir. A todo esto yo seguía en el comedor con mis maletas esperando que alguien me dijera dónde puedo dejarlas, pero sentí por unos momentos como si no existiera, como si fuese sólo un fantasma.
- ¿Dónde puedo dejar los trastos? – pregunté.
- Donde quieras.
- ¿Dónde quiera?
- Pues allí mismo, en mi habitación.
- ¿Pero esa no es la habitación que va a ocupar tu nuevo compañero de piso?
- Sí, pero no viene hasta mañana, hoy podrás dormir allí.
A mí en realidad me daba igual dormir en una cama que en un sofá. Al fin y al cabo me habían ofrecido un sitio para dormir y con eso me sobraba. La cuestión es que no sabía bien dónde dormiría, ya que entre idas y venidas de gente, cambios de habitaciones y demás, aquello estaba un poco caótico esos días.
En la casa había una perra. Era de Verónica. Tenía un león de peluche al que no paraba de follarse. Ellos decían que era el novio. Verónica preparaba las maletas para marcharse esa misma noche. Había un sabor de despedida en el ambiente. Los Erasmus siempre lloran cuando se van. Salva me dijo que me duchase si quería. Me preparé la ropa y la toalla y me metí en la bañera pero había un problema con el agua caliente. Llame a Salva y él me dijo que de vez en cuando el agua caliente no salía, que tenía que esperar. Esperé un buen rato hasta que por fin saló el agua.
Cuando viajo siempre suelo olvidarme de algo. Esta vez había olvidado el champú y el jabón, pero no era un gran problema, allí habían miles de botes de todas clases. No echarían en falta un poco.
Al salir, Salva me dijo que tenía pensado ir al aeropuerto para despedirse de Verónica, pero había decidido que no, que allí lo pasaría muy mal y no quería ponerse a llorar más y pasar otro mal trago. Mejor era despedirse ahora y salir un rato para divertirnos.
Cenamos un poco, Salva me preparó arroz blanco, con atún y mayonesa, todo crudo. No estaba mal. Cuando hay hambre todo está bueno. Verónica ya se tenía que ir, estaba ultimando los preparativos, preparaba la jaula para meter a la perra, pero no cabía el novio de la perra. Decidió atar el peluche con cinta aislante a la parte superior de la jaula de viajes y nos mostró cómo había quedado.
- ¿Creéis que si ato al peluche ahí me dejarán pasar?
Llegó la despedida. Besos, lágrimas, promesas futuras de volver a verse que seguramente no se cumplirán y un adiós seco que contiene un lamento. La puerta se cerró y se esconden para llorar, se refugian en sus habitaciones y después pasan por el cuarto de baño para lavarse la cara y disimular que han llorado. Hay que ser fuertes. Hay que olvidar.
Salva habló un rato por teléfono y cuando acabó me dijo:
- He quedado a las once con un amigo. Saldremos un rato y olvidaré las penas. ¡Cuánto quería a mi niña que se ha ido!
- ¿Dónde iremos?
- Vamos a Chueca, es la fiesta del orgullo gay.
- Ahh...
- ¿Sabes que todos mis amigos son gays?
- Me contaste que tenías un amigo gay. Pero no sabía que todos eran gays.
- Pues con los que vamos hoy son gays.
- Vaya, vaya...
- ¿Qué?
- Nada, a mí no me importa...
- Pues vamos.
De nuevo en el metro le volví a preguntar.
- ¿Y a qué sitios iremos?
- Ya lo verás.
- ¿Y si me hacen algo?
- ¿Qué te van a hacer?
- Yo que sé, si me acosan o algo. Tú cuida de mí.
- No te harán nada. No te creas que los gays van por ahí metiendo mano.
- No, no creo eso, pero tú no me dejes solo en ningún momento.
- ¿Tienes miedo o qué?
- No. No tengo miedo. Pero yo que sé.
- Si es divertido, ya verás.
- ¿Pero tú por qué vas allí?
- Porque voy con mis amigos.
- ¿Y si te entra un tío?
- Pues me gusta divertirme, yo nunca dejo claro lo que soy, me gusta meterme en el juego, y si veo que un tío me mira yo también lo miro de vez en cuando. Es divertido.
- ¿Te gusta ser ambiguo?
- Sí, es divertido. Pero además, ya verás que allí no todos son homosexuales, hay heterosexuales y de todo. Una vez ligué con una tía por allí.
- ¿Ah sí? ¿Y qué tal?
- Nada, me dijo “qué pena, por aquí no hay nada que hacer, todos son gays”, y yo le dije “pues para eso estoy yo”. Y acabamos liados. Ah, y otra vez, también ligué en una discoteca de ambiente con una tía y acabamos dos tíos y dos tías en una cama.
- ¡No jodas!
- Sí, y te puedo asegurar que allí pasó de todo.
- ¿Pero qué me estás contando?
- Lo que oyes.
- Cómo has cambiado desde la última vez que te vi.
- No lo sabes tú bien, y eso que todavía no has visto mi faceta drogadicta.
- Madre mía Salva....
Las calles estaban repletas. Su amigo se estaba retrasando. Por lo visto todo el mundo había decidido quedar en la misma esquina que nosotros.
- Siempre se retrasa este cabrón. No hay día que llegue puntual.
A mi lado había un grupo de chicos que también esperaban. Llegaron las personas que estaban esperando y comenzaron a darse dos besos entre todos. ¿Era lo normal en Madrid o era lo normal en los gays?
- Se saludan así – me dijo Salva como si me hubiese leído el pensamiento.
- Entiendo...
A los diez minutos llegó el amigo de Salva. Cuando se vieron se dieron dos besos. Yo no pensaba darle dos besos. Yo no soy gay. Yo nunca he hecho eso. Yo soy un hombre.
- Fredy, este es Diego. Diego este es Fredy.
Yo no pensaba darle dos besos, no pensaba darle dos besos ni loco, yo no doy dos besos, no pienso darle dos besos, nada de besos.
Se acercó a mí y nos dimos dos besos.
Bueno, pero yo no soy gay, he dado dos besos para ser educado, porque ellos se saludan así, para no hacer el feo, para que no me pegasen, para quedar bien.
- Es de Valencia, ha venido a verme y a matricularse en la universidad – dijo Salva.
- ¿En qué carrera te vas a matricular?
- Todavía no lo sé.
- ¿Y qué? ¿Ahora de fiesta no?
- Sí, a ver qué hacemos.
- ¿Es la primera vez que vienes a Madrid?
- No, ya he venido otras veces. Pero a este sitio no he venido nunca.
- Así que es tu primer orgullo gay...
- ....
Diego comentó que había quedado con unos amigos y fuimos allí. Nos metimos por el tumulto. Según me contaban, estos días eran como las fiestas del barrio, había escenarios en cada calle, muchísima gente, espectáculos, conciertos... Los gays se lo “montan” bastante bien. Al menos ver todo aquello era curioso y divertido. Podría contarlo al volver. Un paleto de pueblo cerrado que ha estado en las calles de Sodoma. Toda una aventura.
Llegamos al lugar indicado. Diego saludó a su amigo, que iba acompañado por otro chico y dos personas más. Dos besos de cortesía. Dios mío. ¿Y si se le ocurría presentar? No lo había acabado de pensar, cuando de pronto dijo a sus amigos:
- Vengo con dos amigos, con Salva y Fredy.
Y uno por uno vinieron, se fueron presentando, el amigo de Diego, se llamaba Carlos, su novio, no me acuerdo como se llamaba. Y otros dos que tenían casi cuarenta años y hablaban de forma muy afeminada. Dos besos para cada uno. Ya me estaba acostumbrando. No tenía personalidad, no era capaz de decir que no, que yo no daba dos besos a ningún tío, que por mis santos cojones no se me acercasen. Pero bueno. No pasaba nada malo.
- ¿Cómo estás putilla? – Le dijo Carlos a Diego.
- Nada, aquí, a ver si lo pasamos bien.
Diego se vino hacia nosotros, habíamos pedido una cerveza, y nos dijo por lo bajo:
- ¿Has visto qué guapo es el nuevo ligue de Carlos? ¡Pero qué cabrón! ¿Dónde lo habrá conocido? ¡Pero qué bueno está!
Luego vino uno de los dos cuarentones, el más marica de los dos, Rafa, y sin más dilación nos pregunta a mí y a Salva.
- ¿Sois pareja u os habéis acabado de conocer en una sauna?
Salva me miró, esperaba que contestase yo. Yo miré a Salva y le dije.
- Eso depende de él.
¿No le gustaba ser ambiguo? Pues se iba a enterar.
- ¿Eres activo o pasivo? – le pregunta Rafa a Salva.
- No te lo pienso decir –contestó.
- ¿Y tú? – me preguntó.
- Yo soy neto.
Era una maricona impresionante, tenia el deje de la mano, la voz afeminada y era un promiscuo irremediable.
- ¿No bailáis? – Nos dice.
- Yo no sé bailar –contesté.
- ¡Venga moved el coño!
Y se puso a bailar él solo mientras sonreía a todos los chicos que pasaban por su lado. Y en eso se nos acercó su amigo.
- Mi marido siempre hace igual –nos comentó- está más loca...
Estaban casados. Nos dijo que llevaban diez años juntos, y que hacía seis meses que estaban casados.
- Pero eso sí –decía-, estar siempre con el mismo cansa, por eso cada uno nos buscamos la vida. Lo divertido es cuando uno de los dos se trae un ligue a casa y tenemos que disimular, decimos que somos compañeros de piso. Anda que no nos divertimos. Aunque a veces hemos llevado un ligue y hemos terminado los tres juntos. Una vez acabamos cinco en la cama. Pensaba que se iba a hundir. Aunque sigo prefiriendo un trío, que tanta polla por ahí ya no sabes qué hacer con ella.
- ¡Ay que golfa eres! – le dice el marido.
En ese momento pasó un negro alto por nuestro lado y Rafa, la maricona mayor, se puso a gritar.
- ¡Madre mía! ¡Qué negro! Con un tío así enseguida me pongo a cuatro patas y dejo que me meta todo y que me reviente entero, ¡Oh! ¡Qué gozada!
- ¡Ya te digo! ¡Menudas polla tendrá! - contestó el marido.
Yo ya estaba alucinando, había ido a parar con las peores mariconas de Madrid, estaba en el peor sitio que podría estar en el mundo ahora mismo.
Mientras tanto, Diego y su amigo hablaban.
- Por cierto Diego -dijo el amigo-, me han contado por ahí que tú eres muy pasivo.
- ¿Quién te ha dicho eso?
- Pues una persona que tenemos en común, que me dijo que te ha follado.
- ¿Quién?
- No te lo voy a decir.
El marido de la maricona, el que parecía más formal, seguía dándole al palique. Me preguntó de dónde era. Le dije que de Valencia y que yo era un paleto de pueblo que era la primera vez que estaba allí y veía algo así.
- ¿Pero eres hetero?
- Digamos que sí.
- Yo creo que tú eres el típico de pueblo que se lo tiene callado.
- No creo.
Una cosa que aprendí, es que todos los homosexuales intentan convencer a los heterosexuales de que no lo son con la única intención de metérsela y te comen la cabeza con eso de que hay que probarlo para saber si te gusta, etc.
- Pues mira -me dijo-. Precisamente en Valencia me llevé la mayor decepción de mi vida. ¿Conoces la playa de Xeraco?
- Por supuesto.
- Pues yo también tuve una época hetero, como tú. Y bien, yo entonces tenía 17 años y estaba con una chavalilla, y estábamos en la playa dándonos el lote. Entonces, unos tíos se pusieron delante de nosotros, y vimos que todo el rato estaban mirándonos. Yo le dije a ella: “esos tíos parece que te estén mirando todo el rato”. Y ella se dio cuenta también. Pero de pronto los tíos comenzaron a tocarse, y al rato estaban dándose por el culo. ¡Allí en medio! En serio tío, en mi vida he visto algo igual. La cuestión es que me puse cachondo y me empalmé. ¡Al que miraban era a mí! ¡Madre mía cómo me puse! Tuve que comenzar a sobar a mi novia para que no se diese cuenta que me empalmé viéndolos y se pensara que mi erección era por ella.
Comencé a descojonarme por la extraordinaria historia que me había contado. Era una historia de blog. Esto se debía contar. El tío continuaba:
- A partir de ese día me di cuenta que no podía ocultarlo más. Esa tía fue con la última con la que estuve. Yo era maricón desde los catorce, de toda la vida, vamos.
El marica mayor, se acercó a Diego y le metió la mano en los huevos y se puso a mover los dedos como si moviese una campana y a decir:
- Trololololololon ¡Qué vienen los indios!
Hasta Diego, que era gay reconocido, se echó atrás ante la presencia de este peligroso salido. Luego la maricona vino a por mí.
- Qué guapo eres. Antes de que acabe la noche te habré dado un beso.
Me dieron arcadas. Cuando de pronto me cogió y me dio un beso en la mejilla. Me apresuré a apartarme, eso sí, con gesto simpático porque no quería que me pegasen y me limpié la mejilla con asco. ¿Y si alguien que tenía SIDA se acababa de correr en su boca y aun tenía semen en la saliva y al darme un beso se queda una gota de saliva infectada y traspasa un poro de mi piel qué?
Me tomé otra cerveza y no me separé de Salva en ningún momento. Yo no sabía que los homosexuales eran así. De hecho estoy seguro de que no son así, lo que pasa que habíamos ido a parar con los más salidos. O al menos quería pensar eso.
- ¿Esto es normal Salva?
- No, yo nunca he conocido a unos así.
De nuevo vino el marido de la maricona.
- Qué guapo es el novio de tu amigo ¿No? Sólo por los ojazos que tiene ya me lo follaba.
La verdad es que el chico parecía sacado de un anuncio de la tele, podría ser modelo perfectamente. Con la de tías que se podría tirar ese tío y estaba allí, con unas mariconas que se hablaban en femenino y con un imbécil que no sabía ni qué hacía allí metido.
Decidimos desplazarnos. Pasamos por medio de mogollón de gente, en un escenario se estaba haciendo un desnudo integral. Pero de un tío. Toda la gente gritaba y aclamaba. Pasé junto a una esquina, siguiendo a mi amigo, no sabía exactamente a dónde íbamos, cuando de pronto sentí una mano en mi culo. ¡Me estaban tocando el culo! Miré atrás. ¿Quién cojones había sido? ¡Me cago en todo! Estaba todo lleno de gente. Diablos. Era imposible saberlo. De todas formas si lo hubiese visto no sé qué le podría haber dicho. ¿No me toques el culo hijo de puta maricón? No podía decir eso en medio de esa covacha de sodomitas. Me lincharían.
La maricona iba saltando y gritando por todos los sitios. A todos los chicos les decía algo. No importaba saberse los nombres, con eso de querida, amor, guapa y chica tenían la papeleta solucionada.
Un tío pasó por su lado. Parecía serio.
- ¡Chico¡ ¡Pero qué pálido estás! ¡Alegra esa cara joder!
- Tío... no le digas eso. A ver si el pobre tiene el sida –le contestó Diego.
Íbamos en fila india porque era imposible caminar de otro modo.
- ¡Mira¡ ¡Parece que estemos haciendo un trenecito! – dijo la maricona.
Y todos empezaron a reírse.
Al principio lo estaba pasando bien. Era curioso ver a parejas de homosexuales y de lesbianas besarse tranquilamente. Era una fiesta de la libertad, del respeto y de la tolerancia. Con esa fiesta se demostraba que todo el mundo podía convivir independientemente de sus preferencias sexuales o de sus ideologías. Estaba muy bien eso. Servía para abrir la mente. Pero llegó cierto punto que vi la fiesta para abrir la mente en realidad era una fiesta para abrir el culo. Como atracción de feria estaba bien. Pero yo ya tenía suficiente. Me quería ir, pero de mí no dependía y tampoco tenía ningún lugar al que ir, ni conocía a nadie, así que tendría que esperar hasta que a Salva le diese la gana volver y yo no pensaba ser una carga para él, no iba a decirle que quería irme, no quería aguarle la fiesta, así que preferí callar y aguantar lo que se avecinaba.
Después fuimos a un garito donde Salva había quedado con un antiguo excompañero de piso. Según me dijo se tuvo que marchar de ese piso porque el tío se enamoró de él y no le dejaba en paz. Constantemente reclamaba su atención e incluso le dieron ciertos ataques de celos. Él no pudo soportar más y se marchó de un día para otro. Cuando se lo comunicó, el tío se puso a llorar y lo pasó bastante mal. Este era un gay sentimental. Aún así quedaban de vez en cuando. Salva decía que lo hacía como favor personal, porque él no paraba de llamarle y tampoco le importaba verlo aunque fuese una vez al mes. Pero nada más.
Al fin perdimos al matrimonio de homosexuales de vista. Eran divertidos, me había reído mucho con sus historias y viendo todo lo que hacían. Pero yo ya tenía suficiente.
Ya eran casi las cuatro de la madrugada. Tan sólo éramos cuatro. Salva, Diego, Javi (el antiguo compañero de piso de Salva) y yo. Pensé que ya nos íbamos a ir a casa. Pero empezaron a hablar entre ellos.
- ¿A qué discoteca vamos hoy? – preguntó Diego.
- Pues a la Hom, que está más cerca – dijo Salva.
- Sí, hoy debe haber buen ambiente allí –dijo Javi.
Nos pusimos en camino hacia la discoteca. Me puse al lado de Salva y le pregunté:
- ¿Vamos a ir a una discoteca?
- Sí.
- ¿Y está bien?
- Ya la verás. Por cierto, mira por el suelo y si ves alguna invitación como esta la recoges, así te ahorras tres euros en la entrada.
- ¿Qué vale la entrada?
- 13 euros y con el descuento 10.
- ¿Y está bien la discoteca?
- Ya la verás.
- Vale.
Llegamos a la calle donde estaba la discoteca. Había una cola inmensa. Todo el mundo parecía querer entrar allí. Pronto reparé en un pequeño detalle: Toda la gente que había en la cola eran tíos menos 2 o 3 tías.
Le pregunté a Salva por lo bajo.
- ¿Dónde me has traído?
- A una discoteca de ambiente.
- ¿Pero a ti te gusta eso?
- No, pero es divertido.
No dije ni mu. Comencé a mirar a la gente que estaba en la cola. Calvitos, afeminados, hombres barbudos con sombreros de cuero, altos, bajos, cachas, gordos. Dios santo. Me iba a meter en el peor antro del universo. Eso era un bullicio de lujuria y perversión. Seguramente habrá un cuarto oscuro donde la gente se contagiará el sida. Yo no pensaba entrar allí, debía decir que yo no entro, que yo me voy, que quiero ir a un sitio de heterosexuales o que quiero irme a casa. Vale que vaya a Chueca para ver la fiesta por la curiosidad y eso. Pero allí dentro ya era demasiado. Debía decir algo pero no me atrevía. Soy un cobarde. ¿Pero a dónde me iría? Yo no tenía piso, no estaba alojado en un hotel, dependía de él y él tenía intención de entrar, además, parecía que tenía muchas ganas de entrar. De pronto Diego se gira y comienza a decir:
- Joder, me he puesto cachondo escuchando la conversación de estos dos que van delante en la cola. Uno le estaba diciendo a otro: “cariño, yo entro pero sólo si tu te sientes cómodo, no quiero que estés mal, si te sientes incómodo en cualquier momento me lo dices y nos vamos, pero no quiero que estés mal si me ves con otro”.
Santo Dios. Santo Dios. ¿Dónde coño me iba a meter?
Mire al cielo con la esperanza de encontrar alguna señal del cielo y me encontré con una bandera de 20 minutos. Resultaba que en la primera planta de aquel edificio estaba la redacción del periódico. La redacción donde trabajaba el
ezcritor . ¿Eso era una señal? ¿El ezcritor sabe que la redacción del periódico en el que trabaja está asentado sobre un local de perversión y lujuria?
Lo estaba pasando mal. De pronto escuché la conversación de una pareja heterosexual que estaban justo detrás de mí en la cola. El chico le decía a la chica que lo único malo de la discoteca es que a veces la gente va muy salida y se acerca por detrás y te restriega la cebolleta un poco y las tienes que apartar.
¿Dónde cojones me iba a meter? ¿Por qué ese degenerado iba a meter a su novia en un sitio como ese? ¿Es que se aburren y no encuentran un lugar mejor? ¿Por qué no van a follar y se dejan de tonterías? Debía abandonar aquel lugar. Yo no pensaba entrar allí y mucho menos pagar 10 euros por ver a una manada de maricones. Allí me violarían. Me confundirían. No era un lugar hecho para mí. No quería entrar. ¡No por favor!
Mientras la cola avanzaba yo palidecí. En mi cabeza sólo sonaba una pregunta.
¿Qué cojones hago aquí?
¿Qué cojones hago aquí?
¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí? ¿Qué cojones hago aquí?
Debo irme.
Debo irme.
Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme. Debo irme.
Y mientras no paraba de repetirme lo mismo llegué hasta la entrada y el de la puerta me dijo:
- Son diez euros.
Saqué diez euros y los di. Hacía meses, creo que más de un año, que no pagaba un céntimo por entrar una discoteca normal, y ahora estaba pagando por entrar allí.
Atravesé el umbral de la puerta y me metí en aquel oscuro abismo.