Así fue
Ayer decidí salir de casa después de estar dos semanas encerrado. No crean que he tenido migrañas. Tampoco he estado enfermo ni convaleciente. Simplemente no he salido porque no quería. Mis padres insisten en decir que estoy enfermo y que debo ir al médico. Pero yo no les hago caso. Cuando me preguntan por qué no salgo simplemente les respondo: “¿Y a dónde voy?”. No tengo nada que hacer en la ciudad del urbanismo descontrolado y del botellón en la playa.
Pero finalmente salí para hacer unos recados y comprar unas cosas. Fue una aventura similar a la de Ignatius Really cuando salió de su ciudad. En la calle me crucé de frente con un conocido al que no veía desde hacía dos años. Lo último que sabía de él era que me agregó a Facebook. No hablábamos ni nada, pero un día me vio etiquetado en una foto con una amiga y la agregó diciéndole que era muy guapa. Ella me lo contó y me preguntó quién era ese amigo en común. Yo fliple. Me extrañó que una persona con la que no mantengo contacto agregase a mis amigas para tirarles los trastos, así que preferí borrarlo para no sentir vergüenza ajena. Y no, no me molestó, no tengo ese sentimiento tribal ni nada de eso. Sólo me pareció tan patético que prefería no tener ninguna relación con ese espécimen.
Pero eso no influyó a la hora de saludarle y preguntarle qué tal. Los dos sosteníamos unas sonrisas falsas. Nos interesamos por la vida del otro y fingíamos alegrarnos al vernos. Después nos contamos de dónde veníamos y a dónde íbamos y nos despedimos. Me dijo que el grupo se ha separado, que cada uno va por su cuenta ahora. Y que las cosas cambian. Se puso filosófico. Yo no es que quisiera prolongar la conversación, ciertamente no me interesaba lo más mínimo su vida, al igual que a él no le interesa la mía en absoluto. Mientras me hablaba yo me preguntaba interiormente si sabría que le he borrado de Facebook. Ciertamente no me importa, ni me importa que pueda a llegar a leer esto, a estas alturas la gente que me conoce ya debe estar acostumbrada a mi comportamiento misántropo. Además, es una persona que dudo que haya leído más de dos hojas de un libro en su vida, así que no creo que lea esto.
Continué con mi recorrido. Mi objetivo era comprar tabaco de sabores para una narguile que compré en Turquía. Fui a un estanco. Pregunté si tenían tabaco de sabores. “¿Para una cachimba?” Me preguntó la dependienta como si fuera un yonki. Le dije que sí. Temía que pensase que yo era un drogadicto. Ella me dijo que no vendían de eso y que no sabía dónde se podía conseguir.
Fui a otro estanco. Esta vez me atendió una joven dependienta de unos diecisiete años. Le pregunté por el tabaco de sabores y me sacó unos cigarrillos de vainilla. Yo le dije que no, que lo que quería era tabaco para una narguile. Entonces entendió que era un yonki drogadicto. “No te entiendo” me dijo con una mirada llena de terror y dando un paso hacia atrás. Entonces apareció la madre. Me preguntó qué quería. Le dije que tabaco de sabores para una pipa. Me dijo que no tenía y me miró de arriba abajo. Si no hubiese estado su hija delante me hubiese preguntado qué tipo de droga me meto para saber qué hacían los jóvenes de hoy en día.
Salí de allí decepcionado. Luego quise ir a una herboristería a comprar hierbas. Pero esos lugares se me antojan extraños. Llegué a la puerta y me dio vergüenza entrar y pasé de largo.
Por fin había salido de la cueva. Así que quise aprovechar el día para ir a la playa. Desde hacía días me había planteado vivir como un turista en mi propia ciudad y hacer lo que ellos hacen aquí. Volví a casa y preparé mis bártulos de la playa. Simplemente cogí la toalla, crema solar, un libro y las llaves del coche. Me puse el bañador y me fui a la playa (que está a 10 minutos caminando) escuchando a Michael Jackson. Me dio tiempo para escuchar media canción de “We are the world”. Me encanta el momento en el que entra Bruce Springteen y Bob Dylan.
Aparco el coche en una zona que sé que no van muchos turistas y está despejado de edificios (por poco tiempo pues ya hay un plan urbanístico). Atravieso la duna como un peregrino del desierto y de pronto me veo el espectáculo. Hay mucha gente en una zona de la playa de pie. Algo ha pasado. Los socorristas están ahí. Ha llegado una ambulancia. Al cabo del rato llega una Samu. Voy acercándome poco a poco caminando. Está también la Guardia Civil. Me abro paso entre los bañistas curiosos. Voy hasta la primera fila. Parece que hay alguien tumbado. Los socorristas están haciéndole el masaje cardiaco insistentemente. La gente no me deja ver. Hay un policía apartando a los curiosos a unos 20 metros. Entre toda la gente que se agolpan para mirar están padres de familia gordos, jovencitas en topless y tanga, señoras alcahuetas, mascachapas, chonis, ciclados, retrasados mentales y seres inteligentes como yo.
Entonces, entre la marabunta, se abre un hueco de visión por el que veo que levantan la cabeza al chico, de unos veinte años, y lo entuban. El chico no reaccionaba. Su rostro estaba blanco, muy blanco. Era el rostro de la muerte. Poco pudieron hacer por salvarle. Estuvieron durante un rato practicando las tareas de reanimación pero la blancura del cuerpo daba a entender que era inútil. Poco a poco los socorristas pierden el entusiasmo. Uno miró la hora y se limpió las manos. Entonces sacan la sábana térmica y se la ponen por encima. En ese momento se oye un grito desgarrado. Una chica comienza a llevarse las manos a la cabeza y se tira al suelo. Acaba de ver cómo le ponen la sábana térmica por encima a su hermano y ve que ya no pueden hacer nada por salvarle. Grita desesperadamente. La gente comienza a irse. Es un momento muy desagradable. A cien metros los niños están jugando a la pelota. Los curiosos se alejan, no hay nada más que ver. El rostro de la multitud se difumina. Yo me incluyo entre ellos. Me alejo a unos doscientos metros. La gente continua haciendo su vida. Hay una familia llorando lejos pero nadie quiere verlo. El padre, la madre y la hermana no se acaban de creer que ese día de playa que planearon haya acabado en tragedia.
Todos comienzan a bañarse de nuevo. Yo extiendo mi toalla pensando en la muerte. En lo fácil que llega en cualquier momento. Tal vez se debería aprovechar más el momento. Tengo el cuerpo fatal. Se me quitan las ganas de bañarme. Hay un cadáver que puedo ver desde donde estoy sentado. A la familia se la llevan. Me da cosa bañarme. Pero decido hacerlo, hace mucho calor y la vida sigue. Los forenses tardaron más de dos horas en llegar para levantar el cadáver. Mientras la gente ya vuelve al agua, los niños corretean cerca y las parejas comienzan a besarse de nuevo. La última vez que vi un espectáculo así fue en Varanasi, en el río Ganges puedes ver como creman a los muertos mientras las vacas follan al lado de los cadaveres. Aquí sólo faltaban las vacas. El resto era igual.
Finalmente, ante tanta consternación, decido darme un chapuzón rápido y volver a la toalla. Saco mi libro. Matadero cinco, de Kurt Vonnegut. Un buen título para un día como hoy. No se puede ser más oportuno. No se me ocurre otra forma mejor de acabar de contar lo que vi que hacerlo como el maestro. En Matadero cinco, cada vez que aparece una muerte, el párrafo termina diciendo:
Así fue.